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lunes, 26 de noviembre de 2012

Pizza, pasta y delirio

El neoyorquino Woody Allen se ha empeñado, desde 1982, en dirigir una película al año, labor que ha llevado a cabo sin falta. Todavía más: hay años en que como si no bastara con una cinta ha dirigido dos, como en 1987, cuando estrenó su comedia autobiográfica Días de radio y uno de sus dramas más recordados, Septiembre.
Hay que recordar, además, que Allen está activo en el largometraje desde los años sesenta. Inauguraba así su primera etapa, marcada por la comedia física, como en Robó, huyó y lo pescaron y Bananas. Luego evolucionó hacia un tipo de historia más elaborada que no excluía el drama, en la línea del cineasta sueco Ingmar Bergman, una de sus influencias más señaladas, como puede verse en la que para algunos es su obra maestra, Interiores.
Desde nuestro punto de vista, la carrera de Allen mantuvo un cierto nivel de calidad hasta El gran amante (Sweet and Lowdown, 1999), su falso documental acerca de un conflictivo músico de jazz, interpretado por Sean Penn. De ahí en adelante, sus películas han sido muy criticadas,  a veces con razón. Hace tiempo que ya no se le ve como un director de incuestionable prestigio y hay quienes señalan su oportunismo y, todavía peor, su falta de gracia.
Una carrera de tantos años ha terminado por ser desigual, aunque con esporádicos ejemplos en que, para algunos críticos, Allen ha recuperado la grandeza del pasado, como en el thriller La provocación (Match Point), de 2005.
Allen ya no profundiza como antes en la psicología de sus personajes (como en La otra mujer) y en cambio se dedica a filmar comedias por ciudades europeas, como en su última etapa. A esta pertenece De Roma con amor (To Rome with Love, EUA| Italia| España, 2012).
Tal vez las películas recientes de Allen no despertarían reacciones tan virulentas si no tuviera antecedentes como Manhattan: si se contrasta la intriga amorosa de esta con el anodino romance italiano entre Monica (Ellen Page) y el estudiante de arquitectura Jack (Jesse Eisenberg), De Roma con amor pierde por mucho. Sin embargo, Allen no es desechable y de la misma forma que se le juzga como impropio ante su legado habría que compararlo con sus contemporáneos. ¿Dónde están sus iguales?
A Woody Allen se le critica por su cine de tarjeta postal, que reproduce de forma acrítica los lugares más famosos de esas urbes europeas. No obstante, sin perjuicio de que en su cine reciente no falta el vistazo al Coliseo, también se permite la burla. En Vicky Cristina Barcelona, por ejemplo, había un chiste hecho a las costillas de la sagrada identidad catalana, todo ello en un filme financiado por España. ¿Dónde está el cineasta español que se burle de esos asuntos?
Su visión del público italiano afecto a la ópera, rendido ante un tenor que solo puede cantar bien cuando está bajo la ducha, es tan crítica como su alusión a la telebasura, como queda claro en la historia de Roberto Benigni, en la cinta intérprete de un hombre común que de la noche a la mañana se vuelve el protagonista de un absurdo programa de telerrealidad.
Allen dejó Nueva York y sus historias de intelectuales pretensiosos y neuróticos que ha trasladado de forma no forzada hasta Europa, continente que, sin embargo, en sus filmes no tiene el aire apocalíptico de los noticieros; al contrario, en las películas de Allen Europa es una tierra de encantos donde se puede volver a empezar, como queda claro en Medianoche en París, su homenaje al surrealismo.
Europa es un mito con buena salud, como puede atestiguarse en cualquier editorial del periódico español El País, por ejemplo. Por eso no es del todo extraño que Allen a veces también reproduzca tópicos.
En La provocación, el amor quedaba reducido al disimulo de un matrimonio por conveniencia. En Vicky Cristina Barcelona no había pasión que sobreviviera al aburrimiento. Medianoche en París era acaso la más esperanzadora en ese sentido, con su historia de un norteamericano ávido de darle la espalda a su noviazgo cuadrado.
Los personajes de la más reciente, De Roma con amor, terminan por abrazar la rutina como reducto de la estabilidad amorosa. Con frecuencia Allen ha sido el rostro más escéptico entre las historias de amor más complacientes. ¿Cómo sería una historia suya ambientada en China?


domingo, 18 de noviembre de 2012

Noviazgo con un monstruo

En 2006, los directores Jonathan Dayton y Valerie Faris debutaron con el largometraje Pequeña Miss Sunshine, reivindicación de la familia frente a ciertas hipocresías de la sociedad norteamericana, representada esta última por el concurso infantil de belleza del título. Todo ello mostrado en clave de comedia aunque con momentos muy dramáticos.
Ahora, en 2012, la pareja regresa después de una ausencia acaso demasiado prolongada para las exigencias de la industria. No parece casual, por lo tanto, que Ruby, la chica de mis sueños (Ruby Sparks, EUA, 2012) sea una comedia romántica acerca del bloqueo de escritor, centrada en Calvin Weir-Fields (Paul Dano), joven novelista sometido al estrés de superar su exitoso debut.
Como vive atormentado por su éxito (paradojas de la industria editorial norteamericana) y por el rompimiento con su pareja, su terapista le pide que escriba un texto que, gracias al renovado entusiasmo de Calvin, se vuelve el ansiado avance acerca de su nueva novela. En ella, un personaje de ficción, Ruby Sparks, se convierte en la mujer soñada por Calvin. Las cosas se complican cuando el personaje aparece milagrosamente en la casa de Calvin como una muchacha de carne y hueso cuya conducta puede ser modificada por su novio/ constructor, Calvin, con apenas escribir unas líneas en la novela.
La actriz Zoe Kazan interpreta a Ruby y además escribe el guión de una película que, de entrada, nos pone en un problema, porque supone la introducción de un elemento sobrenatural, un personaje de ficción encarnado, en una película que en principio había partido de un contexto “realista”.
La película, de hecho, explota un problema fundamental: cómo hacer que un personaje se comporte no como lo que es (una construcción literaria) sino como una persona. De ahí vienen las dichas (y las desgracias) de Calvin.
En Ruby, la chica de mis sueños, ocurre un milagro, pero sus autores suponen que podemos obviar ese detalle y, en cambio, concentrarnos en lo que supone la adaptación de un personaje ficticio en la sociedad de las personas.
En este último sentido, la cinta pone de manifiesto, con inteligencia, los problemas de pareja típicos de la comedia romántica y que tanto hemos comentado en esta columna. Pero esos clásicos líos están cifrados por una nueva variante: ¿qué pasaría si se pudiera cambiar, como por arte de magia, el carácter de una novia?
Nada que reprochar, desde esa perspectiva, a la película, que a pesar de ser una comedia muestra con especial patetismo lo que ocurriría en el caso de que el control sobre la pareja pudiera radicalizarse.
Sin embargo, al mismo tiempo la película supone un desafío a las convenciones de la ficción. ¿Cómo se puede aceptar el milagro así, sin más? Y aquí quien no haya visto la película puede dejar de leer, porque nos disponemos a revelar ciertos detalles de la historia.
Luego de las primeras dudas, el hermano de Calvin, Harry (Chris Messina), queda fascinado por el origen de Ruby. Pero, ¿de verdad una persona puede aceptar, sin enloquecer, la encarnación de un personaje? La actitud de Harry es tan imprudente como inverosímil, porque al final le da la bienvenida al monstruo: ¿qué otra cosa es un personaje encarnado sino una criatura monstruosa? Pienso en un precedente, “Calíope” (1990), el cómic de Neil Gaiman incluido en The Sandman: Dream Country acerca de la relación entre un escritor bloqueado y la musa verdadera de la poesía.
En La rosa púrpura del Cairo (1985), por ejemplo, Woody Allen lleva a cabo una operación similar, pero todo ello en el contexto de una de sus comedias delirantes, en las cuales puede permitirse que un personaje de película abandone la pantalla y tenga un romance con una de las espectadoras.
Ruby Sparks no es una comedia delirante: la revelación del secreto del origen de la chica tendría consecuencias catastróficas, suponemos, mientras que en la cinta de Allen el problema es un mero asunto de logística de Hollywood. Antes de participar en lo sobrenatural, Allen se enmarca en el absurdo.
Las contradicciones llegan al culmen cuando Calvin le “ordena” a su novia que no salga de la habitación: para ello simplemente tiene que escribirlo en la novela. Acto seguido, la salida queda bloqueada por una barrera invisible que la chica no puede atravesar. Un detalle grotesco que tendríamos que aceptar por la supuesta libertad sin límites de la ficción.
Con todo y eso, Dayton y Faris han hecho una película muy arriesgada que a pesar de sus problemas no deja de ser una reflexión en ocasiones muy acertada acerca de la vida en pareja.



lunes, 12 de noviembre de 2012

Un tsunami no supera la ficción



Lo imposible (España, 2012), segundo largometraje del español Juan Antonio Bayona después de su película de terror El orfanato (2007), es un drama inspirado en una historia que se pretende verdadera, la odisea de una familia española que logró sobrevivir al tsunami de 2004 en Tailandia.
Las exigencias de la taquilla, sin embargo, parecen haber obligado a los productores a decantarse por un elenco de estrellas de Hollywood, formado por Naomi Watts y por Ewan McGregor, que ahora serán una pareja ya no de españoles sino de ingleses, acompañada de sus tres hijos. Todos se disponen a pasar unas vacaciones navideñas en un balneario paradisiaco cuando el tsunami está a punto de matarlos.
De entrada criticar una película como ésta es una tarea difícil: el enorme sufrimiento de la familia Álvarez-Belón viene a resultar como una especie de freno para las críticas, que pueden ser tomadas como irrespetuosas del dolor de las víctimas. Pero esa es una limitación de la psique motivada por la supuesta cordialidad de buena parte del público, que nosotros no tenemos por qué secundar.
Primero los méritos, de orden tecnológico. A diferencia de lo que ocurre en Más allá de la vida (2010), de Clint Eastwood, el drama con elementos sobrenaturales acerca del tsunami y sus protagonistas, Lo imposible es mucho más explícita al momento de recrear la brutalidad de un desastre natural de ese calado.
Las olas traen consigo toneladas de basura, objetos cortantes, árboles, automóviles, animales muertos, cadáveres y literalmente un mar de peligros, con una fuerza que arrastra a los personajes como muñecos. La habilidad del director y su equipo para conmover a los espectadores es innegable pero, ¿cómo no reaccionar ante el cuerpo destrozado de una mujer? ¿O ante un pequeño niño que ha perdido a sus padres? Bayona y su guionista habitual, Sergio G. Sánchez, echan mano de recursos casi infalibles (y tremendistas) para desarmar al espectador. 
Se supone que todo lo que ocurre es verificable y que los guionistas quisieron limitarse estrictamente a los hechos. Un letrero nos informa desde el principio que estamos ante una “verdadera historia”, información que luego se resalta con negritas, verdadera historia, como si el público no se hubiera enterado a la primera. Es decir: un espectador al que conviene tratar como si fuera lento.
Pero si lo que quisieron decir es que la historia de Lo imposible es verdadera (basada en un caso real, como también se dice), debieron haber escrito eso, “historia verdadera”, porque verdadera historia significa precisamente lo contrario: un argumento, una ficción hecha y derecha.
En el pasado, Bayona y Sánchez ya habían tratado de convencer a los espectadores de la existencia efectiva de los fantasmas, algo que resultaba muy oportuno al momento de promocionar la mencionada El orfanato, película que, como se recordará, trataba de una casa asolada por espectros. Todo ello filmado como si los fantasmas fueran un problema cotidiano. En ese sentido recomendamos, una vez más, la crítica del filósofo Rubén Franco González, “Dos ejemplos de cinereligioso”, disponible en internet (revista El Catoblepas, n° 71). Y ahora quien no haya visto Lo imposible puede dejar de leer, porque nos disponemos a revelar datos de la trama.
Caso real o no, uno de los mejores momentos de la película, curiosamente, incluye una referencia a la trayectoria de su estrella, Naomi Watts: la escena en la cual la mujer vomita la basura que se había tragado durante su lucha con el oleaje, recuerda ese momento de El aro (2002) de Gore Verbinski, en el cual la misma actriz vomita también un objeto.
La forma en que esa película de terror sobrenatural, en su momento tan sonada, coindice con una propuesta que reclama el más absoluto “realismo” es muy atractiva e invita a establecer relaciones. Pero si de verdad Bayona se limita a los hechos, la biografía de la familia Álvarez-Belón, estaría negando la posibilidad de establecer ese tipo de vínculos, que serían casuales y no el resultado de un juego referencial propio de su inventiva como director.
Una ficción tiene sentido en el ámbito de la realidad que la acoge. Cuando una noticia como el tsunami se difunde, los hechos verificables se confunden con historias que nunca tuvieron lugar. La realidad no supera la ficción: la ficción forma parte de la realidad.
Otra vez: no cuestionamos el dolor de una familia. Decimos que la ficción cinematográfica es mucho más compleja de lo que Bayona quisiera, porque para empezar el encuentro de la familia seguramente no estuvo ambientado por la música original de Fernando Velázquez.

martes, 6 de noviembre de 2012

Tormenta justiciera del porvenir

En el año 2074 los viajes en el tiempo son posibles, tanto así que el gobierno los prohíbe. Sin embargo, la mafia los usa clandestinamente para enviar a sus víctimas al pasado, hasta el 2044, donde un asesino a sueldo se encarga de eliminarlas. Así pueden desaparecer a las personas sin dejar huella. Esa es la historia del filme Asesino del futuro (Looper, EUA| China, 2012), del norteamericano Rian Johnson, quien también es autor del guión.
Joe (Joseph Gordon-Levitt), es uno de esos sicarios de 2044, quien un día se enfrenta con un dilema: tiene que asesinar a su yo de 2074 (interpretado por Bruce Willis). Cuando el Joe viejo huye, el Joe joven se convierte él mismo en un fugitivo de la mafia. Looper es un espectáculo garantizado, con la presencia de Willis y la confirmación de Gordon-Levitt como héroe de acción después de Inception.
Los antecedentes de Johnson, como su primera película, Brick (2005), curiosa historia de detectives ambientada en una secundaria estadounidense, han provocado que el debate acerca de Looper se haya centrado en el género de la película.
Un entusiasta Jordi Costa, crítico de El País, opina que Looper es más bien cine negro (film noir) que ciencia ficción (ver “Un vórtice en el hampa”, edición del 18 de octubre de 2012). Así parece confirmarlo la entrevista con el director para el mismo diario, donde el mismo Johnson afirma lo siguiente: “Casi que me interesa más el noir, que el resto” (“Cómo hacer buena ciencia-ficción”, edición del 19 de octubre).
En México, el crítico de Milenio, Fernando Zamora, desdeña la cinta por su supuesta falta de originalidad: “nació vieja”, dice. Para Zamora los precedentes pesan demasiado, de ahí que dedique su texto a recomendar otras películas que aprovechan las posibilidades narrativas del viaje en el tiempo, como Terminator 2. Sus reparos también cuestionan la verosimilitud de Looper: un GPS simplificaría el problema de los asesinos fugitivos, nos explica (ver “Los señores del tiempo”, blog Hombre de celuloide, 19 de octubre).
Parece claro que la mezcla genérica, las influencias y los retos para darle coherencia al viaje en el tiempo conforman las claves de esta película. Sin embargo, creemos que el más importante de los factores que pone en juego ha sido soslayado. Solo uno de los críticos que consultamos, Nando Salvá, afirma que lo central de la cinta radica en los dilemas éticos que plantea (ver “La exacta matemática del destino”, El Periódico, 19 de octubre). Advertimos al lector que no haya visto la película que bien puede dejar de leer.
Efectivamente, llega un momento en que el Joe viejo decide asesinar al niño, Cid (Pierce Gagnon), quien, en el futuro, se convertiría en el jefe de la mafia. Joe culpa a Cid de la muerte de su esposa y cree que si en 2044 lo asesina podrá volver hasta 2074 para vivir tranquilamente con su mujer. Mientras tanto, el Joe joven también se plantea matar al niño, porque en su papel como jefe de la mafia del futuro Cid ordenaría la muerte de los loopers. Sin embargo, Nando Salvá plantea que esos dilemas competen al individuo: el “asunto no es la alteración del futuro sino la alteración del yo”. La interpretación de Salvá es, por lo tanto, psicológica.
Desde el principio, el mismo Joe nos informa que el Estado ha prohibido los viajes en el tiempo. Es decir: el Estado proscribe el uso de un adelanto científico. ¿Hay protestas en 2074 en las cuales los descendientes de los indignados y del #YoSoy132 exigen al gobierno que les permita viajar en el tiempo con cargo al estado de bienestar?
Johnson nos pone frente a un gobierno (autoritario, se dirá) que decide lo que es mejor para la población. La película le da la razón: los viajes en el tiempo son susceptibles de usarse por el crimen organizado para cometer asesinatos. En 2074, dice un personaje, lo mejor es refugiarse en China.
Cid, niño mutante con poderes quien en el futuro provoca fenómenos meteorológicos, intenta, desde 2074, usar el viaje en el tiempo para tratar de aniquilar a los sanguinarios loopers. Los asesinos lo quieren muerto, para seguir con sus vidas. ¿Por qué se ocupa Cid de los loopers?
Hay una suerte de identificación del niño, el “Hacedor de lluvia”, con la divinidad, capaz de invocar una tormenta (como se muestra en una escena) pero también un ser con la facultad para disponer de las vidas de los asesinos. Un “villano” en la línea de Ozymandias, del cómic Watchmen (1986-87), de Alan Moore. Ese pequeño niño no es otra cosa que un súper héroe, quien reclama su poder en tiempos de la China imperial, versión 2074. Asesino del futuro es una película más valiosa por lo que insinúa que por lo que muestra.