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lunes, 17 de diciembre de 2012

Melancolía en las aulas

El inglés Tony Kaye se dio a conocer en México gracias a su película Historia americana X (1998), acerca de los intentos de redención de un exmilitante de un grupo neonazi, interpretado por Edward Norton.
Kaye llamó poderosamente la atención acerca de las tensiones raciales de Norteamérica, así como de los problemas que enfrenta su sistema educativo, con jóvenes pandilleros en sus aulas acaso sin muchas oportunidades de superar sus taras sociales; todo ello frente a la impotencia (otras veces la incompetencia) de los profesores y las autoridades.   
Catorce años más tarde, Kaye retoma el tema en otro largometraje de ficción, Indiferencia (Detachment, EUA, 2011), esta vez centrado en la figura de los docentes, con especial atención en uno de ellos, Henry Barthes (Adrien Brody).
De esa forma, Indiferencia queda ubicada en un subgénero del drama muy socorrido en EUA y Francia, aquel que muestra la docencia en bachilleratos como un desafío, precisamente por los conflictos que hemos citado.
Recordamos, en ese sentido, películas muy famosas como La sociedad de los poetas muertos, de Peter Weir, o bien trabajos modélicos como la francesa La clase (Entre les murs), de Laurent Cantet. También hay variantes como Mentes peligrosas, con Michelle Pfeiffer. En Al maestro, con cariño (1967), el actor Sidney Poitier ya había sentado algunas de las bases de esa suerte de maestro ejemplar y redentor.
Todas ellas mostraban a un profesor cuyo éxito se basaba en su carisma, la firmeza de su carácter y su capacidad para desafiar la ortodoxia, un canon con el cual Indiferencia marca cierta distancia. Para empezar, su protagonista, Barthes, no es un dechado de recursos histriónicos, como pasaba con John Keating, el extrovertido personaje interpretado por Robin Williams en la ya citada Dead Poets Society.
El señor Barthes de Adrien Brody es un hombre melancólico y solemne, aunque comparte con los otros que hemos citado la amabilidad, la entrega y el sacrificio. De ahí que sea paciente con sus alumnos más agresivos y trate de rescatar de la calle a una prostituta adolescente. Sin embargo, el mismo parece ser un incomprendido y la película expone, mediante varios saltos al pasado, la terrible infancia de Barthes, de la misma forma que muestra las vidas privadas (a veces muy duras) de sus compañeros de trabajo.
Kaye usa varios recursos para contar su historia: las intervenciones de los actores de carne y hueso se intercalan con planos de animación, que retratan de forma muy crítica los problemas educativos. Además, la técnica de animación imita a dibujos hechos con gis sobre un pizarrón.
Con una amplia experiencia en documentales, el director hace que su actor protagónico haga una especie de confesión frente a la cámara, testimonio de una dolorosa experiencia en su trabajo.
Lo que puede reprochársele a Indiferencia es su tremendismo, sobre todo en las escenas finales. Una característica que ya podía encontrarse en algunos momentos de Historia americana X. O bien, su poca atención en los orígenes del problema de la educación en los Estados Unidos.
Con todo y eso, Kaye construye con fortuna alguna escena que muestra la decadencia de la educación, como en la referencia que se hace de un cuento de Edgar Allan Poe, “La caída de la Casa Usher”, que se comenta en clase al mismo tiempo que se ve la escuela abandonada.
Otros buenos momentos están protagonizados por el actor James Caan, quien interpreta a uno de los profesores del plantel, un veterano que por sus ácidos comentarios recuerda a otro docente de la ficción, el Edward James Olmos de Con ganas de triunfar (Stand and Deliver). Muy impactante la escena en la cual Caan le explica a una de sus alumnas cuáles son los peligros del sexo inseguro.
Indiferencia es una película desigual que sin duda resultará deprimente para algunos. En realidad, Kaye es consecuente con el lado más conflictivo del problema educativo y es entendible que no pretende caer en el falso triunfalismo de buena parte del cine que se ha hecho alrededor de estos menesteres.


lunes, 3 de diciembre de 2012

Retiro amargo del roquero culposo

El director italiano Paolo Sorrentino presenta Un lugar donde quedarse (This Must Be the Place, Italia| Francia| Irlanda, 2011), un largometraje que de entrada se antoja difícil de emparentar con una de sus películas anteriores, la muy célebre Il divo (2008), su acercamiento por vías de la ficción cinematográfica a la vida de un personaje de carne y hueso, el controversial político Giulio Andreotti. 
En Il divo, Sorrentino presentaba las implicaciones trágicas de la política en un período especialmente convulso de su país, con la corrupción de los dirigentes y sus componendas nada menos que con la mafia. Todo lo anterior con una figura central, Andreotti (interpretado por Toni Servillo), capaz de articular a todos los integrantes de la escena política italiana.  
A través de la construcción de un personaje extremadamente complejo, Sorrentino daba cuenta también de un escenario de la misma escala, en un alegato acerca de los límites de la ética que además se volvía mucho más denso gracias a la confesión religiosa del protagonista, un ferviente católico.
Ahora, Sorrentino se aleja de un tema tan apremiante como el de su película anterior, para presentar a un personaje también muy complicado, Cheyenne (Sean Penn), un patético músico de rock retirado en trance de lidiar con su pasado como estrella, al mismo tiempo que pretende hacer las paces con su padre.
La película sería una extravagancia de no ser porque nos pone de frente con un problema real: la mitología del rock cuando se convierte en anacronismo, así como la forma que tienen sus estrellas de enfrentarse con la vejez y con la decadencia, en una sociedad siempre lista para encumbrar estrellas más jóvenes y frívolas.
En ese sentido es capital la caracterización de Sean Penn como una especie de híbrido entre la estética de Robert Smith, el líder de The Cure y sus fachas góticas, y el cantante de metal Ozzy Osburne. El resultado, Cheyenne, es un personaje que evoca los programas de telerrealidad, en el cual la vida cotidiana es un espacio para el tedio que significa alejarse de los escenarios.
Penn recupera otras interpretaciones de su trayectoria, como el adulto con mentalidad infantil de Yo soy Sam. O bien, uno de sus papeles acaso menos recordados, el padre de familia de El asesinato de Richard Nixon.
Sin embargo, mientras que el planteamiento del personaje es cristalino, en tanto que oportunidad para reflexionar acerca de las consecuencias de la fama, la película al mismo tiempo está construida alrededor de un conjunto de misterios, como la naturaleza de la relación de Cheyenne con otros de los personajes. Ahí donde Il divo mostraba todo lo que el ciudadano no puede (o no quiere) ver, como las cloacas del partidismo, por ejemplo, Un lugar donde quedarse evoca misterios que ni siquiera se resuelven del todo.
Acaso puede reprochársele a la cinta su referencia al holocausto, en tanto que este funciona como antecedente multiusos para múltiples dramas, a veces de forma bastante improvisada. La trascendencia de la película ya estaba dada por otros momentos, como en las visitas de Cheyenne a un cementerio, como una muestra de respeto a sus seguidores.
La crítica más dura, sin embargo, está en la escena final de la película, que no revelaremos. Baste decir que plantea la necesidad de mantenerse fiel al mito del rock, con frecuencia incompatible con la posibilidad de integrarse bajo otras perspectivas en la sociedad.
Con un armazón que participa tanto del drama como de la comedia, Un lugar donde quedarse no elude los asuntos más espinosos del rock, como las drogas y la promiscuidad. O la falta de compromiso político. O, peor aún, para un músico: el agotamiento de las ideas aunque el dolor nunca se acabe.

lunes, 26 de noviembre de 2012

Pizza, pasta y delirio

El neoyorquino Woody Allen se ha empeñado, desde 1982, en dirigir una película al año, labor que ha llevado a cabo sin falta. Todavía más: hay años en que como si no bastara con una cinta ha dirigido dos, como en 1987, cuando estrenó su comedia autobiográfica Días de radio y uno de sus dramas más recordados, Septiembre.
Hay que recordar, además, que Allen está activo en el largometraje desde los años sesenta. Inauguraba así su primera etapa, marcada por la comedia física, como en Robó, huyó y lo pescaron y Bananas. Luego evolucionó hacia un tipo de historia más elaborada que no excluía el drama, en la línea del cineasta sueco Ingmar Bergman, una de sus influencias más señaladas, como puede verse en la que para algunos es su obra maestra, Interiores.
Desde nuestro punto de vista, la carrera de Allen mantuvo un cierto nivel de calidad hasta El gran amante (Sweet and Lowdown, 1999), su falso documental acerca de un conflictivo músico de jazz, interpretado por Sean Penn. De ahí en adelante, sus películas han sido muy criticadas,  a veces con razón. Hace tiempo que ya no se le ve como un director de incuestionable prestigio y hay quienes señalan su oportunismo y, todavía peor, su falta de gracia.
Una carrera de tantos años ha terminado por ser desigual, aunque con esporádicos ejemplos en que, para algunos críticos, Allen ha recuperado la grandeza del pasado, como en el thriller La provocación (Match Point), de 2005.
Allen ya no profundiza como antes en la psicología de sus personajes (como en La otra mujer) y en cambio se dedica a filmar comedias por ciudades europeas, como en su última etapa. A esta pertenece De Roma con amor (To Rome with Love, EUA| Italia| España, 2012).
Tal vez las películas recientes de Allen no despertarían reacciones tan virulentas si no tuviera antecedentes como Manhattan: si se contrasta la intriga amorosa de esta con el anodino romance italiano entre Monica (Ellen Page) y el estudiante de arquitectura Jack (Jesse Eisenberg), De Roma con amor pierde por mucho. Sin embargo, Allen no es desechable y de la misma forma que se le juzga como impropio ante su legado habría que compararlo con sus contemporáneos. ¿Dónde están sus iguales?
A Woody Allen se le critica por su cine de tarjeta postal, que reproduce de forma acrítica los lugares más famosos de esas urbes europeas. No obstante, sin perjuicio de que en su cine reciente no falta el vistazo al Coliseo, también se permite la burla. En Vicky Cristina Barcelona, por ejemplo, había un chiste hecho a las costillas de la sagrada identidad catalana, todo ello en un filme financiado por España. ¿Dónde está el cineasta español que se burle de esos asuntos?
Su visión del público italiano afecto a la ópera, rendido ante un tenor que solo puede cantar bien cuando está bajo la ducha, es tan crítica como su alusión a la telebasura, como queda claro en la historia de Roberto Benigni, en la cinta intérprete de un hombre común que de la noche a la mañana se vuelve el protagonista de un absurdo programa de telerrealidad.
Allen dejó Nueva York y sus historias de intelectuales pretensiosos y neuróticos que ha trasladado de forma no forzada hasta Europa, continente que, sin embargo, en sus filmes no tiene el aire apocalíptico de los noticieros; al contrario, en las películas de Allen Europa es una tierra de encantos donde se puede volver a empezar, como queda claro en Medianoche en París, su homenaje al surrealismo.
Europa es un mito con buena salud, como puede atestiguarse en cualquier editorial del periódico español El País, por ejemplo. Por eso no es del todo extraño que Allen a veces también reproduzca tópicos.
En La provocación, el amor quedaba reducido al disimulo de un matrimonio por conveniencia. En Vicky Cristina Barcelona no había pasión que sobreviviera al aburrimiento. Medianoche en París era acaso la más esperanzadora en ese sentido, con su historia de un norteamericano ávido de darle la espalda a su noviazgo cuadrado.
Los personajes de la más reciente, De Roma con amor, terminan por abrazar la rutina como reducto de la estabilidad amorosa. Con frecuencia Allen ha sido el rostro más escéptico entre las historias de amor más complacientes. ¿Cómo sería una historia suya ambientada en China?


domingo, 18 de noviembre de 2012

Noviazgo con un monstruo

En 2006, los directores Jonathan Dayton y Valerie Faris debutaron con el largometraje Pequeña Miss Sunshine, reivindicación de la familia frente a ciertas hipocresías de la sociedad norteamericana, representada esta última por el concurso infantil de belleza del título. Todo ello mostrado en clave de comedia aunque con momentos muy dramáticos.
Ahora, en 2012, la pareja regresa después de una ausencia acaso demasiado prolongada para las exigencias de la industria. No parece casual, por lo tanto, que Ruby, la chica de mis sueños (Ruby Sparks, EUA, 2012) sea una comedia romántica acerca del bloqueo de escritor, centrada en Calvin Weir-Fields (Paul Dano), joven novelista sometido al estrés de superar su exitoso debut.
Como vive atormentado por su éxito (paradojas de la industria editorial norteamericana) y por el rompimiento con su pareja, su terapista le pide que escriba un texto que, gracias al renovado entusiasmo de Calvin, se vuelve el ansiado avance acerca de su nueva novela. En ella, un personaje de ficción, Ruby Sparks, se convierte en la mujer soñada por Calvin. Las cosas se complican cuando el personaje aparece milagrosamente en la casa de Calvin como una muchacha de carne y hueso cuya conducta puede ser modificada por su novio/ constructor, Calvin, con apenas escribir unas líneas en la novela.
La actriz Zoe Kazan interpreta a Ruby y además escribe el guión de una película que, de entrada, nos pone en un problema, porque supone la introducción de un elemento sobrenatural, un personaje de ficción encarnado, en una película que en principio había partido de un contexto “realista”.
La película, de hecho, explota un problema fundamental: cómo hacer que un personaje se comporte no como lo que es (una construcción literaria) sino como una persona. De ahí vienen las dichas (y las desgracias) de Calvin.
En Ruby, la chica de mis sueños, ocurre un milagro, pero sus autores suponen que podemos obviar ese detalle y, en cambio, concentrarnos en lo que supone la adaptación de un personaje ficticio en la sociedad de las personas.
En este último sentido, la cinta pone de manifiesto, con inteligencia, los problemas de pareja típicos de la comedia romántica y que tanto hemos comentado en esta columna. Pero esos clásicos líos están cifrados por una nueva variante: ¿qué pasaría si se pudiera cambiar, como por arte de magia, el carácter de una novia?
Nada que reprochar, desde esa perspectiva, a la película, que a pesar de ser una comedia muestra con especial patetismo lo que ocurriría en el caso de que el control sobre la pareja pudiera radicalizarse.
Sin embargo, al mismo tiempo la película supone un desafío a las convenciones de la ficción. ¿Cómo se puede aceptar el milagro así, sin más? Y aquí quien no haya visto la película puede dejar de leer, porque nos disponemos a revelar ciertos detalles de la historia.
Luego de las primeras dudas, el hermano de Calvin, Harry (Chris Messina), queda fascinado por el origen de Ruby. Pero, ¿de verdad una persona puede aceptar, sin enloquecer, la encarnación de un personaje? La actitud de Harry es tan imprudente como inverosímil, porque al final le da la bienvenida al monstruo: ¿qué otra cosa es un personaje encarnado sino una criatura monstruosa? Pienso en un precedente, “Calíope” (1990), el cómic de Neil Gaiman incluido en The Sandman: Dream Country acerca de la relación entre un escritor bloqueado y la musa verdadera de la poesía.
En La rosa púrpura del Cairo (1985), por ejemplo, Woody Allen lleva a cabo una operación similar, pero todo ello en el contexto de una de sus comedias delirantes, en las cuales puede permitirse que un personaje de película abandone la pantalla y tenga un romance con una de las espectadoras.
Ruby Sparks no es una comedia delirante: la revelación del secreto del origen de la chica tendría consecuencias catastróficas, suponemos, mientras que en la cinta de Allen el problema es un mero asunto de logística de Hollywood. Antes de participar en lo sobrenatural, Allen se enmarca en el absurdo.
Las contradicciones llegan al culmen cuando Calvin le “ordena” a su novia que no salga de la habitación: para ello simplemente tiene que escribirlo en la novela. Acto seguido, la salida queda bloqueada por una barrera invisible que la chica no puede atravesar. Un detalle grotesco que tendríamos que aceptar por la supuesta libertad sin límites de la ficción.
Con todo y eso, Dayton y Faris han hecho una película muy arriesgada que a pesar de sus problemas no deja de ser una reflexión en ocasiones muy acertada acerca de la vida en pareja.